León Tolstoi (1) decía que “los temas más difíciles pueden explicarse al hombre más torpe si no se ha formado ya una idea de ellos; pero la cosa más sencilla no puede explicarse al hombre más inteligente si está firmemente persuadido de que ya sabe, sin ninguna sombra de duda, lo que se le presenta”. Esto que comenta el escritor ruso es algo sobre lo que hemos insistido muchas veces y que conviene siempre tener en cuenta. Y es algo que sí tienen muy en cuenta especialmente los manipuladores de las gentes, los que se aprovechan sobre todo de los jóvenes, es decir, de las personas todavía limpias de esquemas fijos de modos de pensar. Ser los primeros en estampar en la página en blanco de un joven una determinada visión interesada del mundo puede suponer tener a este joven anclado en una posición inamovible de pensamiento durante mucho tiempo. O quizás siempre.
Es evidente que no todo el mundo (se sea joven o no) se deja inevitablemente cautivar por los entusiasmos argumentativos de los predicadores de convicciones férreas. Si no fueran posibles las rectificaciones o revisiones en los modos de razonar no tendríamos cambios ni evolución en ningún aspecto. Pero a pesar de todo León Tolstoi acierta en lo que dice, claro que sí, porque está a la vista el inmovilismo ideológico de cantidades ingentes de personas, atrapadas por aquello que en el pasado, y en escuelas o donde fuera, les enseñaron a creer como indiscutible.
No hay duda alguna que resulta extremadamente arduo para algunos cambiar de opinión con respecto a lo que ya asumieron como indiscutible en las épocas más tiernas de sus vidas. Las razones de la dificultad para revisar esquemas petrificados son sabidas y consabidas. La más importante se halla en el hecho de que cada cual define esta entelequia petrificada que llaman identidad como un modo específico de pensar, modo de pensar que en caso de rectificarse altera esta supuesta imagen propia que se pretende definitoria y estática de uno mismo. Pero hay otras razones para oponerse al cambio, como la pereza, por ejemplo. Es la pereza a reconstruirse personalmente después de haber invertido tiempo y esfuerzos en una sola dirección. Pero hay más. Lo que frena cambios también es el compromiso de fidelidad de algunos con respecto a ideologías que aseguran sus amistades, los afectos compartidos o sus prerrogativas laborales, académicas, artísticas, literarias o políticas. No es fácil renunciar a prestigios de grupo, a protagonismos y beneficios cuando estos han sido resultado y fruto de lealtades a determinadas militancias, militancias que saben muy bien cómo apañárselas para retener adeptos con la compra más o menos sutil de voluntades a partir de dádivas vacías, premios, medallas, sueldos y galardones.
Es complicado cambiar o cambiarse. Pero no obstante es sano, vital, necesario e indispensable hacerlo porque la vida es esto: cambio incesante que exige cambios también incesantes para captarla y entenderla aproximadamente. El rectificar y cambiar implica valentía, honestidad y renuncias en mil aspectos. Y reconozcámoslo: no todos están dispuestos a tal arduo ejercicio, el ejercicio ininterrumpido de reconstrucción individual en todos los aspectos.
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