¡Cincuenta años ya! ¡Y como si fuera ayer! Me acuerdo perfectamente de entonces, cuando después de haber acabado mis estudios me propusieron trabajar en el que sería un nuevo instituto, el Instituto de Enseñanza Media de Inca. Acepté la propuesta y así me incorporé a un grupo de profesores tan jóvenes como yo, que tenía 24 años.
En aquel octubre de 1970 el instituto de Inca era un edificio inacabado, tan vacío y destartalado (sin ni siquiera sillas, mesas ni pizarras) que el primer claustro tuvo lugar en la escuela de maestría industrial, cerca de la estación del tren. Y las primeras clases fueron con alumnos sentados en el suelo y apañándose cada cual de la mejor manera para trabajar del modo más conveniente.
Así empezó el instituto. Y así empecé yo también, después de que previamente, durante el mes de septiembre, hubiera tanteado y ensayado ya mi oficio en un colegio de Palma de niños revoltosos.
Como si fuera ayer, en efecto, un ayer de juventud compartida y desbordante de ilusiones y esperanzas y con una España que vislumbraba cambios y libertad. Todos éramos jóvenes entonces, docentes y alumnos. Y también éramos inexpertos. Y con un largo camino por recorrer cada cual a fin de moldearse y completarse en un proceso madurativo que todavía sigue y seguirá hasta el último día. “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, como diría el poeta chileno. En efecto, así es y así tiene que ser. Solo faltaría que después de andar años y caminos siguiéramos paralizados en el boceto de proyecto que cada uno era entonces. Hemos cambiado y ganado experiencia, y hemos perdido, claro está, inocencia, la inocencia que engaña siempre presentando con simplicidad lo que es rica y enormemente complejo en la realidad. Cuando un jovencito o jovencita sale de la universidad está inevitablemente marcado por la influencia de sus profesores, de los cuales repite más o menos con fidelidad su discurso. Pero si el jovencito es espabilado aprende a pensar por sí mismo a partir de sus experiencias y de su lógica interna. Y así acontece el cambio, el que no cesa nunca.
Entonces fuimos tiernos, repletos de proyectos y honrados, como creo que la mayoría hemos seguido siendo, pero esto sí, ahora con visiones diferentes de la realidad cambiante y con capacidad y flexibilidad mental para entender desde la propia individualidad un mundo no reducible a ningún infantil esquema fijado de antemano.
Es bonita la juventud. Lo es por lo que tiene de entusiasmo y vitalismo desbordante. Pero también es insegura, frágil, influenciable. Por esto no es bueno quedarse anclado en ningún pasado, y menos si este aparece deformado, por idealización o por lo contrario.
Aquel instituto era una emanación exultante de vitalidad, de esto no cabe duda alguna. De vitalidad, entusiasmo y fe en el futuro, o sea, era juventud en estado puro. Por esto los que lo vivimos lo llevamos prendado en lo más íntimo de nosotros. Es bueno celebrar un cincuenta aniversario. Y más lo es por estar vivos y con lucidez para recordar y cuestionar desde la distancia.
Que siga ahora su andadura aquel instituto de Inca, que tampoco es el de entonces. Y que lo haga por caminos fructíferos de trabajo y en ejercicio de enseñanza libre. Y que lo haga sin virus. Sin virus de ninguna clase.
Pere Font
(escritor)
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