Es muy peligroso tener ideas. Primeramente porque son esquemas conceptuales fijos
pero remitentes a unas realidades en movimiento. De ahí que
nunca pueda encajar idea
con realidad.
En segundo lugar, porque las ideas nunca reproducen lo real.
Son simples
aproximaciones rudas y elementalmente restringidas de lo
que, in facto, es complejo,
rico e indefinible.
En tercer lugar, las ideas fragmentan conceptualmente lo que
en el campo de lo real es
uno.
Además, al ponerte a defender (si es que decides evangelizar
en actitud doctrinal) una
idea cualquiera, te das cuenta, si estás atento, que podrías
sacar argumentos suficientes
para defender la idea contraria y las innumerables que se
presentan en el amplísimo arco
intermedio de ambas.
Sin embargo, es a partir de una idea (con toda su pobreza)
que se derivan otras en
racimos de unidades consecuentes. Y es así como se construye
un sistema filosófico o
se constituye una doctrina que será luego refutada partiendo
de otra pobre idea que, a
su vez, se desarrollará en sistema. Y así se va haciendo,
tejiendo y urdiendo filosofía
tras filosofía, palabra tras palabra y concepto tras
concepto. Y todo a base de un
parloteo interminable y sempiterno que hasta crea adeptos
rabiosos con uñas afiladas en
defensa de posiciones. Son los adeptos bloqueados y
estancados en posturas estáticas,
fijamente antinaturales.
Pues bien, para superar esta difícil situación, ¿cómo
actuar? En primer lugar
aceptando que cada concepto o idea es lo que es: una
fragmentación arbitraria y
falsificadora de lo real y de lo que está unido, y que es
absurdo, por lo tanto, confrontar
ideas como si de partes contrarias y en lucha se hallasen.
Sólo Heráclito, en la historia de la filosofía antigua, fue
capaz de comprenderlo: el
mundo no es dicotómico. Y para nada están separados en
contrarios bueno/malo,
bello/feo, alto/bajo y etcéteras con otros etcéteras. Estos
supuestos pares de oponentes
no sólo no están separados ni en lucha (errores
conceptuales), sino que unos
complementan y definen la existencia de los otros.
También así lo entendieron en la clásica China, cuando se
fue capaz de captar que
toda unidad de una dicotomía está en la otra unidad (A está
en B) o que lo uno es
también lo otro (A es B). Se trata del ya conocido yin y
yang.
De ahí que la sabiduría real (que nada tiene que ver, por
otra parte, con el almacenaje
erudito de información) radique en comprender que no hay que
razonar por exclusión
(ser/no-ser, verdad/no-verdad) sino aceptando los supuestos
pares de opuestos a la vez.
No se tratará, por lo tanto, de escoger lo uno o lo otro (o
frente a lo otro), sino de
aceptar que lo uno está en lo otro. ¿Qué por qué? Por este
hecho: porque lo real es
inabarcable por medio de conceptos fragmentadores (palabras)
y en juegos de oposición
antagónica y excluyente. Por todo ello lo mejor y más sabio
quizás sea callar. Callar con
respecto al flujo incesante de una realidad que “hablándola”
se paraliza, dejando de ser
lo que precisamente es: devenir (no sustancia).
Por ello François Julián en su libro Un sage est sans idée,
ou l’outre de la philosophie
(o Un sabio no tiene ideas, de Siruela) explica cómo la
filosofía comete el error de ser
exclusiva, mientras “la verdadera sabiduría” sería, en
cambio, comprensiva, englobando
sin dialectizar los puntos de vista opuestos.
Quien toma posición ya es parcial. Y lo es por el simple
hecho de tomar partido. Su
problema es que se encuentra circunscrito a un punto de
vista (el suyo), con lo cual
pierde la globalidad que supone el todo.
Lo importante está en no estancarse en ningún lado. ¿Qué por
qué? Porque la vida son
todos los lados (incluso aquellos que nosotros no podemos ni
imaginarnos que existen).
Se trata, pues, de no ser reductores.
El sabio será el que es capaz de entender que cada cual
tiene razón dependiendo de lo
que haya visto (o sentido) desde su perspectiva. Pero habrá
que saber también que toda
perspectiva es pobre y que, por lo tanto, no hay que
obstinarse en ninguna perspectiva o
posición (fija o no fija).
Hasta incluso la oposición vida/muerte es una dicotomía falsa
e inventada. En toda
vida hay muerte y en toda muerte hay vida. Y el tomar
partido por uno de los dos falsos
polos es erróneo. “¿Cómo voy a saber” –pregunta un pensador
taoísta- “si el amor a la
vida no es un error; y si el horror a la muerte no es el de
un hombre que, extraviado
desde la infancia, ha olvidado el camino de vuelta?”
Se comprende que los filósofos vayan angustiados, por lo
tanto. Y se entiende que los
verdaderos y escasísimos sabios estén tranquilos, serenos y
relajados. Éstos últimos no
toman partido. Callan. Y con la mente vacía para no dejarla
ocupar por nada, esa nada
(o idea) parcial.
Por esto el sabio tampoco busca resolver grandes problemas.
Toda “solución” es
parcialidad. Así que los auténticos sabios no ven ya la vida
como enigma. La dejan
pasar, la toman como viene (sin juzgarla ni enjuiciarla).
El sabio, por lo tanto, es inclasificable (porque no tiene
lado alguno que permita ser
dibujado o definido). El sabio no discute, no se luce. No
pretende nada de nada. Está
vacío. Calla.
Y nosotros, mientras, no paramos.
Pere Font.
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